viernes, 22 de febrero de 2013

España Invertebrada. Primera Parte. Reflexiones finales.

Bajo el título de "Reflexiones finales" expondremos en este post, una recapitulación y algunas reflexiones sobre la primera parte de “España Invertebrada”,  tarea que consideramos totalmente oportuna para afrontar la segunda parte de la obra en próximas entradas. Dejando a un lado los prólogos, y sin detenernos excesivamente en las herramientas conceptuales que el autor utiliza para llevar a cabo su análisis de España – nos referimos a los dos primeros puntos de la obra: “Incorporación y desintegración” y “Potencia de nacionalización”-,  repasaremos de acuerdo con el filósofo madrileño el resto de contenidos. Para analizar el problema español, Ortega y Gasset parte de un fenómeno observado a principios del siglo XX, y al que considera como uno de los más característicos de la vida política española en los últimos años. Éste no es otro que la aparición de movimientos de secesión étnica y territorial, esto es: nacionalismos, regionalismos y separatismos  –principalmente el autor citará, y en no pocas ocasiones, los nacionalismos vasco y catalán por ser los más representativos-. Por tanto Ortega se interrogará acerca de la causa de dichos movimientos. Es decir: ¿Por qué hay separatismo en España?
Por el momento no da una respuesta definitiva a la pregunta, sino que a partir de la misma comienza a desplegar su análisis. Ortega considera que la mayor parte de los ciudadanos creen que el “nacionalismo” es un movimiento artificioso extraído de la nada, sin causas ni motivos profundos, que empieza de repente hace unos cuantos años, debido a que una serie de individuos –los nacionalistas- , movidos caprichosamente por codicias económicas, soberbias personales y envidias más o menos privadas, deliberadamente llevan a cabo esa labor de despedazamiento nacional. Es más, creen que el único modo de resolver el asunto pasa por hacer uso de todo el poder del que dispone el Estado central, ahogando esos movimientos por directa estrangulación. Ahora bien, pensar así implica considerar que España era una masa homogénea, un volumen compacto, sin discontinuidades cualitativas y sin diferencias interiores. Ello significa padecer un grave defecto ocular –como afirmaría el propio Ortega-, poseer una percepción errónea de la realidad histórica nacional. De acuerdo con el filósofo madrileño, España es una cosa creada, forjada por Castilla, un todo compuesto por distintas partes – por diferentes unidades sociales-. La génesis de España es el resultado de un proceso de incorporación[1] iniciado por Castilla, imponiéndose a otras unidades sociales existentes en la península,  y culminado con la unión de los dos grandes reinos con las dos políticas internacionales más importantes de la misma, a saber: la propia Castilla y Aragón. Castilla fue la primera en superar el hermetismo aldeano y rural del resto de pueblos ibéricos y pensar un sugestivo proyecto político de futuro que poder realizar. Aragón no tardó en aceptar el ofrecimiento de Castilla porque comprendió la necesidad de participar en él, de participar de una “España” mayor con una política internacional de “altos vuelos”.  
Ahora bien,  con respecto a ello Ortega se pregunta: ¿Con qué fin se lleva a cabo dicha unión? La unión no se lleva a cabo con la idea de convivir juntos sin más, sino todo lo contrario, se hace para crear un imperio aún más amplio. La unidad de España se hace para esto y por esto. Ese proyecto sugestivo de vida en común y la colaboración necesaria que de ahí nace fue lo que posibilitó el proceso de incorporación nacional. Evidentemente, ese proceso de crecimiento no fue indefinido, sino que alcanzó su cenit. El punto de inflexión, el límite que traza Ortega como línea divisoria de los destinos peninsulares lo encontramos en el año 1580. Hasta aquí la historia de España había sido ascendente y acumulativa  -el proceso incorporativo fue en crecimiento hasta Felipe II-  pero a partir de aquí será decadente y dispersiva, comenzando el proceso de desintegración del imperio[2] de la periferia al centro.  ¿Termina aquí entonces el proceso de desintegración? La respuesta es negativa. Aquí no termina el proceso de desintegración sino que continúa en la península. Llegados a este punto, nuestro autor introduce en el análisis el concepto de particularismo. Para su correcta comprensión, cabe recordar que el proceso incorporativo consistía en una faena de totalización, esto es: grupos sociales que eran todos aparte quedaban integrados como partes de un todo, mientras que la desintegración era el proceso inverso, las partes del todo –las diferentes unidades sociales existentes en la nación- comienzan a vivir como todos aparte –que no como partes independientes fuera del todo-. Este fenómeno de la “vida histórica” denominado “particularismo” es considerado por el filósofo madrileño como el rasgo más profundo y grave de la actualidad española. Por tanto, retomamos de nuevo  la cuestión del nacionalismo, regionalismo y separatismo por su estrecha vinculación con el concepto de particularismo, ya que el mismo está en la base de estos movimientos de secesión, adquiriendo por ello una especial relevancia. Todavía sin mostrar su tesis al respecto claramente, Ortega piensa que los nacionalismos catalán y vasco son la manifestación más acusada del estado de descomposición en que se halla nuestro pueblo. Ambos suponen una prolongación de la dispersión iniciada hace tres siglos.
En lo sucesivo, nuestro autor aclarará en qué consiste dicho concepto, haciendo referencia al proceso de gestación de España cuando lo considera oportuno. La actitud particularista implica un desinterés total hacia los demás –el resto de partes-. Es más, una característica fundamental de este estado social es la hipersensibilidad para los propios males, esto es: los problemas de cada parte –de cada uno-  son más importantes que los del resto, y las “ofensas” provenientes de las demás partes –los otros- son intolerables. Ortega quiere corregir el pensamiento político al uso, que busca el mal radical del nacionalismo catalán y vasco precisamente en Calaluña y en Vasconia, cuando no es allí dónde se encuentra. Porque de acuerdo con él, cuando una sociedad se consume víctima del particularismo el primero en mostrarse particularista es el poder central, como es el caso concreto de España. Castilla hizo a España y Castilla la deshizo. Es decir: Castilla como núcleo inicial de la incorporación ibérica, acertó a superar su propio particularismo e “invitó”[3] a los demás pueblos peninsulares para que colaborasen en un gigantesco proyecto de vida común. Ahora bien, todas esas aspiraciones se tornaron tópicos petrificados –desapareció el dinamismo originario- y Castilla empleó todas sus energías en conservar el pasado –la tradición- olvidándose de toda innovación futura. Así se convirtió en lo opuesto de sí mismo, se volvió suspicaz, angosta y sórdida. Comenzó a hacerse particularista. De acuerdo con Ortega, todos los poderes nacionales  -especialmente Monarquía e Iglesia- han mirado para sí mismos durante tres siglos, se han obstinado en hacer adoptar sus destinos propios como los verdaderamente nacionales. Así, la política española durante todo ese tiempo ha sido particularista. Por tanto, en lugar de renovar periódicamente las ideas vitales para llevar a cabo empresas -fomentando así la unión-  el poder público ha ido triturando la convivencia española y ha usado su fuerza “nacional” casi exclusivamente para sus fines privados.
 Por todo ello, Ortega y Gasset respecto a los nacionalismos -en concreto, el catalán y el vasco- concluirá que, lo fundamental en los mismos no es lo que reflejan sus discursos  diferencias étnicas, idioma propio, crítica a la política central…- sino  lo que no se advierte, esto es: lo que tienen en común con el largo proceso de secular desintegración de España y con el particularismo latente y distintamente modulado que existe en el resto del país. De este modo, interpreta el secesionismo vasco-catalán como un caso específico de particularismo más general existente en toda España.
El particularismo, nos dice Ortega, no es una actitud exclusiva del nacionalismo, sino que abarca un amplio espectro de la sociedad española. El proceso de incorporación en que se organiza una gran sociedad articulada por grupos étnicos o políticos diversos, implica que conforme ese “cuerpo nacional” crece y se complican sus necesidades, surge el contrapunto de un proceso diferenciador que divide al mismo en clases, grupos profesionales, oficios, gremios…esto es, en agrupaciones diversas de individuos asociadas en torno a una actividad determinada. Respecto a los grupos étnicos incorporados, éstos ya existían como todos independientes antes de la incorporación, en cambio, las clases y los grupos profesionales nacen ya como partes de ese todo  -o cuerpo nacional-, por lo que no podrían subsistir por sí solos, sino que necesitan de las demás partes y en definitiva: ser partes inseparables de una estructura -el cuerpo público- que los envuelve y lleva. De ahí la necesidad de que cada clase y gremio mantenga la conciencia de que hay otras de cuya cooperación necesitan, y que éstas son tan respetables como la suya propia  -y si sus hábitos no se toleran en parte, por lo menos han de ser conocidos-.  Ahora bien: ¿Cómo se mantiene despierta esta corriente profunda de solidaridad y cooperación? La convivencia nacional –Ortega insiste contínuamente en este punto- es una realidad activa y dinámica, no es coexistencia pasiva y estática. La nacionalización  proceso de formación de una nación- se produce en torno a grandes y sugestivas empresas de futuro que exigen de todas las partes disciplina y mutuo aprovechamiento para sacar el máximo rendimiento. Por ello cuando ésto falta, cada clase o gremio pierde la sensibilidad hacia el resto de clases o gremios -no percibe su contacto y presión alrededor- creyéndose así, que sólo ella existe, que ella es “un todo”. Este es el particularismo de clase –o gremial-  que es un síntoma mucho más grave de descomposición que los movimientos de secesión étnica y territorial, porque como ya se ha dicho, clases y gremios son partes de un todo –cuerpo nacional- en un sentido más radical que los núcleos étnicos y políticos.
 Ortega entiende que la vida social española ofrece un extremado ejemplo de este atroz particularismo. España se articula, se vertebra –o mejor dicho, se no-articula- por medio de una serie de compartimentos estancos, es una nación invertebrada -si es que de algún modo podemos llamarla “nación”-. Cada clase y cada gremio vive herméticamente cerrado dentro de sí mismo, polarizado en sus tópicos gremiales –que hasta cierto punto es normal-, y les trae sin cuidado lo que acaece en el recinto de los demás. De hecho, nuestro autor afirma: "...díficil será imaginar un conglomerado humano que sea menos una sociedad".  Este particularismo no es ajeno a casi ninguna de las partes orgánicas de España, y se presenta siempre que en una clase o gremio, por la razón que sea, se produce la ilusión intelectual de creer que los demás no existen como plenas realidades sociales, o cuando menos, no merecen existir. Todos los gremios, clases, grupos, partes… han pasado por momentos en los que, perdida la fe en la organización nacional y embotada su sensibilidad para los demás grupos fraternos, han creído que su misión consistía en imponer directamente su voluntad. Dicho de otro modo: Ortega afirma que: “Todo particularismo conduce inexorablemente a la acción directa”. Ahora bien: ¿Qué es la acción directa y en qué consiste? Una nación –en estados normales de nacionalización- es una ingente comunidad de individuos y grupos que cuentan los unos con los otros -aunque este contar con el prójimo no implique necesariamente simpatía hacia él-, y en la que cuando alguna clase desea algo, debe esforzarse por obtenerlo a través de la voluntad general, es decir, debe buscar previamente un acuerdo con los demás, tratar de convencerlos, y de este modo recibir la consagración de la legalidad. Tal esfuerzo es la acción legal. Evidentemente esta función de contar con los demás tiene sus órganos peculiares: las instituciones públicas tendidas entre individuos y grupos como resortes de la solidaridad nacional. Eso es lo normal. Sin embargo, en el caso concreto de España, cualquier clase o gremio está atacado de particularismo y se siente humillado cuando piensa que para lograr sus deseos necesita recurrir a esas instituciones u órganos públicos del contar con los demás. Esa humillación se traduce en repugnancia por el resto de clases y gremios, adquiriendo mayor virulencia si se trata de la clase política, convirtiéndose ésta en el blanco de la ira nacional, cuando realmente el desprecio no sólo va dirigido a este gremio, sino a la totalidad de la sociedad. Respecto a ello, Ortega insiste en que si prestamos oídos a la opinión generalizada, parece que los políticos son los únicos españoles que no cumplen con su deber, ni gozan de las cualidades para cumplir con el mismo, mientras que el resto de grupos, clases o gremios están muy bien dotados, viendo anuladas sus virtudes y talentos por la fatal intervención de esa clase tan perversa, mal dotada e interesada que son los políticos.
 Sin embargo Ortega piensa que los políticos son fiel reflejo de los vicios étnicos de España, y considera que aún son un punto menos malos que el resto de nuestra sociedad. Ahora bien, nuestro autor reconoce que hay muchas causas justificadas de la repugnancia que las demás clases sienten hacia el gremio de los políticos, pero para él la decisiva es la siguiente: al político se le odia más que como gobernante como parlamentario, porque simboliza o representa el órgano de la convivencia nacional, el órgano demostrativo de trato y acuerdo entre iguales: el parlamento. Y eso es lo que en secreto, produce irritación en las conciencias de clase en España: tener que contar con los demás, a quienes en el fondo se desprecia u odia. De este modo, en España el particularismo de las clases sociales o gremios, no es de orden racional, sino de orden emotivo y espontáneo. Cada grupo se considera como el todo social  por desprecio del otro, por un exceso de egoísmo y prepotencia o por ambas cosas a la vez. Ese es el estado de conciencia según Ortega, que actúa en el subsuelo espiritual de casi todas las clases españolas.
Por tanto, para terminar con éste post en el que hemos llevado a cabo la mencionada recapitulación de la primera parte de "España Invertebrada", sólo queda incidir en las conclusiones a las que llega Ortega tras el análisis realizado. El filósofo madrileño insiste en que cualquier cambio, movimiento, revolución… de la índole que sea, jamás podrá triunfar a base de exclusiones, afirma cuán penoso es observar cómo desde hace muchos años en el periódico, sermón o mitin, se renuncia a convencer al infiel y sólo se habla al parroquiano convicto –actitud que al lector, también resultará familiar en nuestros días-.  A esto se debe el progresivo empequeñecimiento de los grupos de opinión. Es decir, en España cada grupo, clase o gremio son enemigos de intentar convencer con sus ideas al resto, porque creen que todo aquel que es de su grupo, ha de serlo eternamente.  A los españoles, afirma Ortega: “Nos falta la cordial efusión del combatiente y nos sobra la arisca soberbia del triunfante. No queremos luchar: queremos simplemente vencer. Como esto no es posible, preferimos vivir de ilusiones y nos contentamos con proclamarnos ilusamente vencedores en el parvo recinto de nuestra tertulia de café, de nuestro casino, de nuestro cuarto de banderas o simplemente de nuestra imaginación”. España Invertebrada. Quién desee por tanto, que España entre un período de consolación, de esperanza, y en serio ambicione la victoria, deberá contar con los demás, aunar fuerzas, y “excluir toda exclusión” reseña el filósofo.[4] El autor piensa que la insolidaridad produce un fenómeno muy característico en la vida pública de nuestro país: cualquier clase, grupo o gremio tiene fuerza para deshacer, pero nadie tiene fuerza para hacer, ni siquiera para asegurar sus propios derechos. En España hay escasas energías, y como las pocas que hay no consigamos unirlas, nada cambiará en este país, y lo que es peor, imposibilitará el cambio en un futuro, como poco, a corto y medio plazo. Para finalizar, el autor muy acertadamente rescata una frase de “El Quijote”[5]  para mostrarnos que la mejor política va sugerida en el humilde apotegma de Sancho:”En trayéndote la vaquilla, corre con la soguilla”. El Quijote. Pero en lugar de correr con la soguilla, afirma Ortega, parecemos resueltos a ir despedazando cruelmente todas las vaquillas.





[1] Léanse las entradas tituladas: “Incorporación y desintegración” y  ¿Por qué hay separatismo?”.
[2] Léanse  las entradas tituladas: “Incorporación y desintegración” y  Particularismo”.
[3] Léanse las entradas “Incorporación y desintegración” y “Potencia de nacionalización”.
[4] En 1915 Ortega escribía:”No somos de ningún partido actual porque las diferencias que separan unos de otros responden, cuando más, a palabras y no a diferencias reales de opinión. Hay que confundir los partidos de hoy para que sean posibles mañana nuevos partidos vigorosos”. Revista España, número 1. [En Obras Completas, vol. X. pág.273.]
[5] De acuerdo con Ortega, “El Quijote” es una obra fundamental en la comprensión de nuestro carácter como pueblo.