El anterior post finalizaba con el planteamiento por parte del profesor Bueno de una interesante pregunta, a la que todavía no hemos dado respuesta. Retomándola de nuevo, se hace necesario determinar su sentido definiendo claramente el significado de la expresión “el mismo impulso”; a saber: “¿Quiere decirse con esto que el proceso de constitución de los estatutos de autonomía (que a partir de 1979 comenzaron a establecerse por oleadas al amparo de la Constitución de 1978) fue una simple continuación del impulso que había comenzado en 1931 y que había sido sofocado por el alzamiento del 18 de julio de 1936 y por los largos años del franquismo?” El fundamentalismo democrático. No obstante, y antes de responder, el autor plantea otras dos cuestiones totalmente pertinentes: ese impulso… ¿eran en realidad los supuestos diecisiete impulsos que desde antes de la historia, brotaban de los pueblos de España que iban buscando su libertad, identidad y autonomía? ¿O se trata más bien de impulsos promovidos por algunos partidos políticos nacionalistas ya constituidos o en fase constituyente en la época de la Segunda República, concretamente, el Partido Galleguista, el PNV y Acción Catalana en el año 1933?
El filósofo riojano responde
afirmando que la primera hipótesis es la hipótesis del delirio. Es más, muchas
de las unidades resultantes de la organización autonómica de 1978, ni siquiera
estaban previstas debido a su tradición unitarista ininterrumpida, siendo
efectos secundarios o subproductos inexorables, de la persistencia de los
mismos impulsos de los partidos que actuaron en 1933 y que dieron lugar a la
confusa denominación de “comunidades
históricas”[1].
Por lo tanto, si la primera hipótesis es delirante de acuerdo con Bueno, esos
impulsos no podían proceder del pueblo que nada sabía de leyendas y mitos, sino
de ciertos partidos políticos con una notable influencia de los respectivos
cleros –se refiere a los partidos
nacionalistas, principalmente gallegos, vascos y catalanes-. Simplemente,
ni los partidos que “controlaban” la
ponencia constitucional –PSOE y UCD- y menos aún los “pueblos de España”, que poco después asumieron la identidad “en sí y para sí” de comunidades
autónomas, pensaban en un Estado de diecisiete autonomías.
De hecho, en el título VIII de la
Constitución, artículo 137, se da por
cierto que muchas diputaciones –a las que les corresponde la iniciativa del
proceso autonómico- se mantendrían al margen del proceso. Pero en cuanto
Cataluña y el País Vasco habían iniciado el proceso “de su identidad” en 1981, todos los partidos políticos en cada
provincia o región, por imitación y, sobre todo, por cálculo pragmático,
resolvieron que no convenía mantenerse al margen del proceso autonómico en
marcha, porque ello significaba quedarse al margen del reparto del “poder cercano” de los fondos e
influencias que ello comportaba.
Y el término elegido para expresar
la nueva identidad, que no es otro que el de “comunidad”, no es baladí. En primer lugar, sugiere que las
identidades en marcha no son partes de un todo, sino unidades independientes
por sí mismas –de ahí que no se eligiera
el término “región”-. Y en segundo lugar sugiere o implica que esos pueblos
estaban formando una unidad familiar primaria, como la de la familia o la
parroquia, pero no una sociedad artificial[2].
Por ello, una “comunidad” parece que
garantiza un territorio propio, más cercano e íntimo, que la frialdad de la
división burocrático-administrativa de una sociedad política. De este modo, las
comunidades autónomas, sin perjuicio de su definición política, pasaban a
entenderse como la forma de convivencia más cercana a la “sociedad civil” frente al Estado. “Y más de un político antimarxista calculó acertadamente que “los
pueblos” (fueran diecisiete, fueran doscientos catorce), mientras acabaran
identificándose con su comunidad, proyectando sobre ella los más primarios
sentimientos localistas (“el mostillo es lo mejor”, o “el paraíso terrenal
estuvo en el Bierzo”), dejarían de identificarse con una de las dos clases
antagónicas (una de las dos Españas) que amenazaban partir el corazón de los
españoles.” El fundamentalismo democrático.
De este modo comenzó un efecto dominó, no previsible, en el desarrollo
autonómico puntual, que condujo a contraefectos inesperados –como los casos de Madrid, Cantabria, La
Rioja o Castilla y León-. Incluso los partidos que se autodenominaban
marxistas, establecían la dicotomía expropiados/expropiadores,
y creyeron ver que los pueblos estaban más cerca de la clase expropiada que de
la expropiadora.
En general, para unos, la
transformación de España en su totalidad en un Estado dividido exhaustivamente
en diecisiete autonomías o nacionalidades –como
poco a poco iría diciéndose-, se contemplaba como el anticipo de un Estado
federal. Para otros, la reorganización de España en comunidades autónomas era
únicamente un mecanismo de descentralización administrativa, bien blindado
contra los peligros de la anorexia del Estado. En definitiva, Gustavo Bueno
considera que, aunque el pueblo no se identificara ni mucho menos, en su
principio, con las autonomías, “…los
partidos políticos (al precio de convertirse ellos mismos en autonomistas) sí
lograron movilizar a parte suficiente de ese pueblo para llenar las calles con
sus pancartas y para abrir una puerta al desagüe de las corrientes
sobrecalentadas que ensayaban a tientas –guiados por la palabra “libertad” en
sentido negativo[3]:
“libertad de” todo tipo de opresión y, especialmente para cada provincia, la
que venía de Madrid- encontrar una salida inmediata. Una salida que, además,
desviase al pueblo del peligro de fracturarse en dos al identificarse cada
parte con una de las dos clases establecidas por los marxistas: los
explotadores y los explotados.” El
fundamentalismo democrático.
Los siguientes veinte años (1980-2000) fueron los del despliegue
del Estado de las autonomías – el período
de la maduración técnica de ese modelo- concebidas teóricamente en un plano
administrativo, pero prácticamente como “nacionalidades
constitucionales”[4]
que terminarían pidiendo su reconocimiento como Naciones políticas, es decir,
como Estados. Leopoldo Calvo Sotelo[5],
según comenta el profesor Bueno, decía que los únicos partidos que tenían las
ideas claras eran los nacionalistas. Y lo que les daba esa claridad en la
definición de su destino era precisamente su delirio, y la confusión que
generaban cuando, por ejemplo, pretendían formular en conceptos sus
sentimientos primarios acudiendo a los conceptos de Estado de Cultura, de
Nación cultural, de Estado y Nación, o de Nación y Nacionalidad. El filósofo riojano
considera que una de las manifestaciones más claras de la corrupción ideológica
y tecnológica no delictiva – que es una de las tesis centrales que
defiende en esta obra-, asociada al principio autonómico fue el proceso de
propagación y consolidación de las “patrañas
históricas que fueron sistematizando los profesores de historia y los
antropólogos mercenarios, al pasar a ser materia pedagógica de las escuelas y
de las universidades”. El
fundamentalismo democrático. La mentira histórica fue un componente
imprescindible en el proceso de la constitución de la identidad comunitaria.
En cualquier caso, desde el punto
de vista tecnológico fueron años de un avance continuado por arrancar
competencias al Estado para transferirlas a las comunidades autónomas. Todo
avanzaba inspirado por la idea implícita de un Estado confederal. El primer
salto cualitativo -en el terreno tecnológico- hacia este objetivo habría tenido
lugar, bajo la responsabilidad del PSOE de Felipe González, pero con la
condescendencia prudencial o débil oposición, hacia 1993 de los demás.[6]
Sin embargo, tal y como apunta el profesor Bueno, el verdadero punto de inflexión
en este proceso de “Asalto al Estado”, esto es, el cambio cualitativo más profundo y
de mayor gravedad, sin perjuicio de la inflexión que se produjo en las
elecciones de 1993, se produjo en la segunda legislatura de Aznar, cuando ganó
las elecciones en el año 2000 por mayoría absoluta. Entonces fue cuando PSOE y
sus socios temieron realmente que el Partido Popular se eternizara en el poder.
Desde sus presupuestos ideológicos no podían comprender cómo “el pueblo soberano” dejaba de votar en
democracia a los partidos del pueblo y prefería a un partido que, desde su
mentalidad dicotómica maniquea –la
derecha frente a la izquierda- no era otra cosa que la continuación del
franquismo. El PSOE y sus socios comenzaron una campaña incesante de agitación
orientada a demostrar esa visión, era preciso hacer ver a la gente que el PP
era la continuación del franquismo, sobreentendido como el mal absoluto. De
este modo obligaban constantemente al PP a entrar en la dicotomía propuesta
como ineludible; o estar con ellos o contra ellos y por ende con el franquismo.
Ahora bien, ese año 2000, al tiempo que implica una serie de acontecimientos mencionados anteriormente, también marca un hecho importante, que no es otro
que José Luis Rodriguez Zapatero –un
desconocido hasta entonces- ganara en
las primarias del PSOE en las que competía con Bono. Previa ronda por las
autonomías, y principalmente en Cataluña, se entrevistó con Maragall y pactando
con él –y con otros- salió elegido
secretario general del PSOE. Posteriormente, tras la victoria electoral de Zapatero
en las elecciones de 2004 después de los atentados del 11-M, comenzó una
especie de escalada autonómica final, sobre todo por el impulso a la reforma en
serio de los estatutos de autonomía. También es cierto, que los nuevos
estatutos de autonomía, que representan una fractura explícita del Estado
español y una proclamación de secesión política en el seno de una confederación
aun no bien decidida, no han encontrado todavía una plena aprobación. Pero su
realidad programática parece a muchos irreversible.
Finalizaremos el post, y con él,
esta serie de dos entradas dedicadas a la cuestión de los estatutos de
autonomía, formulando una pregunta que
se hace Gustavo Bueno, a saber: ¿Es
el “Pueblo” el responsable de la disgregación autonómica de España? El
autor considera que el proceso de transformación de España en un Estado
confederal –al estilo balcánico-, se
lleva a cabo en nombre de la democracia, sometiéndose a todos los requisitos
tecnológicos propios de un Estado democrático de derecho. Y es este proceso
democráticamente conducido, aunque sea a trancas y barrancas, el que el
filósofo riojano interpreta como ejemplo insigne de corrupción democrática. Es
decir, de generar efectos indeseables para la Nación española, de fraude de
ley, si se quiere, que la democracia, si no ha propiciado como tal, por lo
menos ha facilitado.
Por tanto, el mecanismo mediante
el cual se ha generado, se mantiene y avanza esta corrupción cancerosa de la
Nación española a través de su trama democrática no parece encerrar ningún
misterio. Determinados partidos políticos nacionalistas pusieron en marcha un
efecto dominó autonómico de resultados imprevisibles, que ha conseguido de
hecho una reproducción clónica de las estructuras autonómicas, con sus
parlamentos, sus gobiernos, sus rituales, sus tribunales de justicia, sus
agencias tributarias autonómicas, sus televisiones autonómicas, sus aeropuertos
autonómicos en proyecto, sus embajadas autonómicas, sus universidades públicas
propias, sus culturas miméticas…la lista es larga y todo ello sin entrar a
detallar la corrupción ideológica generada por la cuestión lingüística. Porque
si esto es así, ¿qué competencias le
quedan entonces, por ejemplo, a los
Ministerios de Educación, Sanidad, y
Cultura? De acuerdo con Gustavo Bueno, los
partidos políticos nacionalistas aprovechan la estructura parlamentaria para
asegurarse legislativamente su victoria electoral partidista, pero vaciada de
contenido político. Por tanto y para responder a la pregunta anteriormente
formulada: “En todo caso, la fuente de la
corrupción de la Nación española que su democracia canaliza no se fundamenta en
los partidos políticos, se fundamenta en el dictamen mismo del pueblo soberano
que se entrega al juego de esos partidos, es decir, a la partitocracia (por
otra parte ella misma fracturada autonómicamente, y el pueblo con ella) dándole
su voto mayoritario”. El
fundamentalismo democrático.
Próximo post: Europeísmo.
[1]
Con lo de “históricas” se daban por
buenas y se “respetaban” en ese
sentido, las leyendas celto-suevas de los galleguistas, las arias de los
euskaristas, o las leyendas grecorromanas de los catalanistas, por poner varios
ejemplos.
[2] Los constitucionalistas más eruditos conocían la
distinción procedente de la tradición sociológica alemana, concretamente la de
Ferdinand Tönnies, entre comunidad y sociedad. Ferdinand Tönnies (Oldenswort (Eiderstedt), 26 de julio de 1855 - Kiel, 9 de abril 1936) fue un
importante sociólogo alemán y miembro fundador de la
Asociación alemana de sociología. Su conocida distinción entre Comunidad y Sociedad (Gemeinschaft und Gesellschaft, 1887), implica que en cada una de ellas se dan diferentes
tipos de relaciones sociales, según tamaño de la población y su grado de
complejidad en la división social del trabajo. Igualmente, los primeros no precisarían de derecho
para regir sus relaciones, mientras que los segundos sí. El pueblo o el campo
están caracterizados por las relaciones sociales que son de
tipo personal y afectivas. Instituciones sociales representativas de este tipo de relación son la familia y la iglesia. En contraste con las
relaciones impersonales e instrumentales propias de una ciudad o gran urbe. En
este caso la fábrica es
la institución social representativa. Una conclusión es que cuando la división del trabajo es más compleja, más competitivas e individualistas
se vuelven las relaciones entre las personas.
[3]
Libertad negativa (o derecho
negativo) es aquella que se define por la ausencia de
coacción externa al individuo que desee realizar un curso de acción determinado,
es decir, el individuo A que pretende realizar un curso de acción X es libre
si, y solamente si, no existe un Y tal que impida que A realice X. La interpretación
convencional aceptada de la libertad negativa pertenece a Isaiah Berlin, importante pensador liberal
del siglo XX, quien, en la tradición del social liberalismo característica de las
figuras fundacionales del liberalismo británico, como John Stuart
Mill, defiende que los distintos sentidos de libertad pueden entrar
en conflicto en la práctica, así como entrar en conflicto con otros importantes
valores humanos, como la justicia, la igualdad, o la fraternidad, por lo que el
orden político debe proporcionar mecanismos para arbitrar disputas entre tales
valores, en aras de proteger a sus ciudadanos y defender sus libertades,
procurando la igual libertad, ya que la felicidad y la
igualdad en otros ámbitos son asuntos completamente voluntarios y de
responsabilidad individual.
[4]
De hecho, la estructura de las instituciones autonómicas son un clon de la del
Estado.
[5]
Leopoldo Ramón Pedro Calvo-Sotelo y
Bustelo (Madrid, 14 de abril de 1926 - Pozuelo de
Alarcón, Madrid, 3 de mayo de 2008) fue un político español, presidente del Gobierno de
España
entre febrero de 1981
y diciembre de 1982
durante la I Legislatura. En agradecimiento a sus
servicios, en 2002 el rey Juan Carlos I le confirió el título de marqués de la Ría de Ribadeo,
con grandeza de España.
[6]
De acuerdo con José Manuel Otero Novas en su obra “Asalto al Estado”, la senda de la confederalización del Estado que
ya se apuntaba antes más o menos inconexa, se manifiesta nítidamente a partir
de las elecciones generales de 1993, en las que tras 11 años de Gobierno
socialista con mayoría absoluta, Felipe González, necesitado de apoyos
parlamentarios, descarta pedirlos a Izquierda Unida o al Partido Popular, y
solicita la ayuda de un partido catalanista, Convergencia y Unión que, acepta
dar ese sostén parlamentario, condicionando sin rodeos a que el Gobierno de
España satisfaga las aspiraciones soberanistas de Cataluña según las pautas que
ellos irían marcando.
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