En esta tercera parte del
análisis de la doctrina del Estado de derecho, el profesor Bueno hace especial
hincapié en la corrupción ideológica que supone la doctrina vigente. Ese error o corrupción ideológica original
en dicha doctrina, se puede atribuir al supuesto implícito de que una doctrina
jurídico-política considerada en muchas ocasiones como una ciencia cuyo campo
es el Estado en cuanto Estado de derecho –sometido
por tanto al imperio de la ley y cuyos especialistas son los juristas-,
debe ser una doctrina expresamente jurídica. Ahora bien, los fundamentos del
Estado de derecho, en cuanto realidades técnicas o tecnológicas que son, no son
jurídicos sino extrajurídicos; esto es, Gustavo Bueno considera que se da una
autofundamentación jurídica del Estado –descartando
evidentemente fundamentaciones teológicas y antropológico-económicas[1],
siendo mucho más cercana a la fundamentación iusnaturalista utilizando términos
del tipo: “El Estado es una institución de derecho natural”- como si las
leyes fueran cosa de la naturaleza, aun entendiéndola como naturaleza humana,
considera el autor . El Estado
autofundado por los juristas a partir de su propia estructura legal, en las
condiciones expuestas, es el Estado de derecho.
Por eso el filósofo riojano
considera que la idea de Estado de derecho es ideológicamente corrupta -es un error gnoseológico[2]-
en tanto que esa idea envuelve una perversión en las relaciones de
fundamentación, porque se toman como relaciones reflexivas[3],
es decir, se autofundamentan –se
fundamentan sobre sí mismas-. La autofundamentación es un pseudoconcepto,
es un concepto puramente metafísico como
pueda ser el de “causa sui” –aquello que se causa a sí mismo- que
resulta de la sustantivación del concepto de causa llevado a su límite
reflexivo. Esto es, las relaciones de fundamentación del Estado que deben darse
necesariamente, son como la relación entre un padre y un hijo –esto es, antirreflexivas o irreflexivas-. Nadie
puede ser padre de sí mismo, nadie –“excepto
Dios”- podría ser “causa sui”.
Los constitucionalistas de 1978
pertenecían al gremio de los juristas, de diferentes partidos, pero estaban de
acuerdo en apartarse de una transición violenta, encontrando de ese modo el
consenso en la fórmula del Estado de derecho autofundamentado; cuestión que
implicaba también la autofundamentación de los legistas en cuanto gremio. Ahora
bien, obviamente esta fórmula fue interpretada por cada cuál, según su partido,
a su manera –como había ocurrido también
a lo largo de los siglos XIX y XX-. De hecho, ese consenso tendió, tal y
como apunta el profesor Bueno, a adoptar una postura intermedia entre el Estado
de derecho estricto –“el imperio de la
ley” reformulado en la Constitución como “ley de leyes”- y el Estado de jueces; esto es, entre un
Estado controlado por el poder legislativo y un Estado controlado por el poder
judicial, pero siempre como un Estado de derecho orientado a limitar, en
teoría, el poder ejecutivo. “En la
teoría, porque en la práctica, es decir, en la tecnología de la democracia
realmente existente, las cosas irían por otro camino, a saber, por el “imperio
del ejecutivo” a través del control de los órganos del poder legislativo y del
poder judicial a través de la partitocracia.” El fundamentalismo democrático.
De hecho, el rango de Ley
Orgánica del Tribunal Constitucional del 3 de octubre de 1979 -compuesto por doce miembros con la
consideración de magistrados- no estuvo bien definido en su relación con el
poder judicial en general y con el Tribunal Supremo en particular. Además, si
atendemos a la Ley Orgánica del Poder Judicial del 1 de junio de 1985, en su
título preliminar, artículo primero, empezamos a percibir hacía dónde apunta el
filósofo; la Ley dice así: “La Justicia
emana del pueblo y se administra en nombre del Rey por jueces y magistrados
íntegramente del poder judicial, independientes, inamovibles, responsables y
sometidos únicamente a la Constitución y al imperio de la ley”. Es
ininteligible desde la perspectiva que se mire, entender que puede querer decir
eso de que “La Justicia emana del pueblo”.
De acuerdo con ello, el sistema del Estado de derecho que así se organizó,
podría ser cualquier cosa menos un sistema científico. La Constitución estaba
calculada para “cerrar el sistema”,
pero este cierre es solo un cierre tecnológico que no científico, al seguir
abierto el sistema, puesto que solo puede cerrarse cuando en cada caso, la
votación de las Cámaras y de los tribunales competentes sean convergentes –El cierre se logró por las disposiciones
constitucionales que clausuraban el sistema, transformando la Carta Magna en la
norma suprema de nuestro ordenamiento, como dice la Ley Orgánica del Poder
Judicial en el punto IV de su exposición de motivos.-
Este cierre se puede comparar con
el de la teología dogmática cuando establecía cualquier proposición –dogmática evidentemente- que emanaba
del pueblo de Dios mediante una petición de principio[4].
Una ley cualquiera fundará su legitimidad en el hecho de haber sido aprobada
por las Cámaras, de acuerdo con la Constitución, pero la efectividad de este
acuerdo es determinado por el Tribunal Constitucional, que a su vez representa
al poder legislativo, ejecutivo y judicial. Esto es, por un tribunal que es a
la vez juez y parte, autofundamentándose, necesitando de ese modo “agarrarse de sus propios cabellos” para
no acabar despeñado. Ahora bien, Gustavo Bueno considera que el dato más
notable para demostrar ese “eclecticismo[5]
chapucero” de los constitucionalistas, fue el empeño de integrar por
decreto la doctrina de la separación de poderes, atribuida a Montesquieu, en la
idea de Estado de derecho –o del imperio de la ley-. Aunque ello
se puede constatar en multitud de documentos, el autor cita y analiza uno muy
significativo, a saber: el segundo párrafo de la exposición de motivos de la
Ley Orgánica 6/1985 del Poder Judicial: “El
Estado de derecho, al implicar fundamentalmente separación de los poderes del
Estado…”. Ante lo que el autor se pregunta: “¿Pero por qué implica el Estado de derecho “fundamentalmente” esta
separación? ¿Acaso, en la práctica, porque el Estado de derecho creía oponerse
de este modo a la dictadura?” El
fundamentalismo democrático.
Se suponía que el régimen franquista mantuvo
el principio de la unidad de poderes –de
un modo más extremo que el que pudieron mantener las constituciones españolas
de 1845 o 1866- a través de sus leyes fundamentales de 1938 a 1977, por lo
que se apresuraron a empotrar el principio de la separación de poderes en la
doctrina del Estado de derecho. El filósofo apunta que no faltaron prececentes
doctrinales, desde Locke y el artículo 16 de los Derechos del Hombre y del
Ciudadano de 1789 bajo la influencia de Montesquieu, hasta la teoría del Estado
de derecho de Carl Schmitt[6].
Ahora bien, de acuerdo con el filósofo riojano:
1) En primer lugar, la idea de
Estado de derecho no implica necesariamente la doctrina de la separación de
poderes atribuida a Montesquieu; de hecho la prueba más palpable de ello, la
tenemos en las doctrinas nacionalsocialistas o fascistas del Estado de derecho,
en las que no incorporan a su sistema de principios éste en concreto. Los
constitucionalistas retorcieron esta prueba, afirmando que lo que ella
demuestra es que, precisamente estos Estados no son de derecho. Pero esta
tergiversación no tiene más alcance que la de una proposición dogmática o el de
una petición de principio: “El Estado de
derecho es el Estado que establece la doctrina de la separación de poderes”
–ignorando de ese modo la posibilidad
interna de bifurcación de la idea misma de Estado de derecho en dos
alternativas: con y sin separación de poderes-.
2) Y en segundo lugar, en
cualquier caso, la doctrina en sí misma, tal y como la ofreció Montesquieu,
distaba mucho de ser una teoría del Estado. Era una doctrina fundada sobre
supuestos meramente empíricos y psicológicos que tenían que ver con la
consideración de la influencia de la ambición en los diferentes órganos de
poder. Partiendo del supuesto de que los poderes del Estado pueden clasificarse
en tres categorías, se suponía también que los órganos que asumen tales
funciones, conjuntándose, conducirían al despotismo. Por eso se separaban, para
que sus respectivas ambiciones se contrapesasen. Sin embargo se reconocía
también que los tres poderes tendrían que ejercerse coordinadamente.
La crítica de Gustavo Bueno a la
doctrina de la separación de poderes apunta a que la propuesta de mantener
separados e incomunicados a los poderes del Estado era absurda salvo que se
admitiera la armonía preestablecida[7],
de hecho se pregunta: “¿Cómo el poder
judicial puede concebirse como un poder absoluto, separado del legislativo?
¿Acaso no lo presupone y contribuye, con sus sentencias, a desplegarlo? Y ¿cómo
podría el poder judicial considerarse separado del ejecutivo, si solo gracias a
él tiene posibilidad de que se cumplan sus sentencias?” El fundamentalismo democrático. El
poder que mayor independencia y separación podría detentar, sin duda, es el
poder ejecutivo. Pero si se trata de un Estado, siempre que a su vez presuponga
el poder legislativo y el judicial. La doctrina de la separación de poderes se
funda en el supuesto de que su unión en una sola mano conduce al despotismo. El
autor considera que no tendríamos por qué admitir esa consecuencia, es más,
afirma que hay múltiples ejemplos históricos en los que esa mano puede trabajar
hacia el bien común. De acuerdo con Gustavo Bueno, la doctrina de la separación
de poderes se despliega en el más bajo nivel teórico posible, reduciendo los
poderes políticos al terreno psicológico del conflicto entre las ambiciones de
los grupos. Por eso, lo que hay que explicar es ¿por qué se le da tanta importancia a la “doctrina de Montesquieu” en
la teoría del Estado de derecho?
La respuesta del profesor Bueno
es que ello tan solo se explica cuando ese Estado de derecho se sobreentiende
como un “Estado de legistas o de jueces”
que disponen de una Constitución –o de un
derecho positivo[8]- que quieren conservar frente a las aventuras
promovidas por un Gobierno unido con el pueblo o con el ejército. La teoría de
la separación de poderes no es propiamente una teoría del Estado de derecho,
sino una doctrina pragmática o prudencial, que considera a un tipo de Estados
de derecho frente a otros. Para Montesquieu la importancia práctica de la
separación de poderes deriva de lo que esta separación tenga que ver con las
garantías para la libertad de los ciudadanos. No cabe en realidad hablar de una
teoría de la independencia o separación de poderes, sino a lo sumo de una
medida pragmática y prudencial que inclina a separar los órganos que pudieran
conjuntarse para favorecer a determinados grupos o personas. Casi ningún
tratadista de derecho constitucional hoy día, defiende como doctrina general,
la tesis de la independencia de los poderes del Estado, y prefiere hablar de su
interdependencia o coordinación.
Por eso cuando aquellos que se
sienten amenazados por el Gobierno son los ciudadanos, en general, la doctrina
de la separación de poderes se considerará erróneamente como una doctrina
derivada del principio democrático. Lo cual es también erróneo, porque caben
democracias al margen del principio de separación de poderes. Sin embargo,
afirma Bueno, “…sigue siendo de opinión
común que uno de los déficits más acusados de nuestra democracia de 1978 es la
confusión de poderes que algunas leyes orgánicas que desarrollan la Constitución
–pongamos por caso la Ley Orgánica del Poder Judicial- han propiciado.” El fundamentalismo democrático.
Al hilo de todo ello, el filósofo
cita una anécdota muy significativa en la que Alfonso Guerra en una tertulia
del año 1985 -año en el que se pasaba por
un momento de cambio importante-, en la que se discutía sobre un tema de
actualidad como era el procedimiento de elección de los doce magistrados del
Consejo General del Poder Judicial, pronunció la frase: “Montesquieu ha muerto”, siendo acusado en este contexto de
rebelarse contra la esencia del Estado de derecho. Sin embargo, actualmente se
admite como la cosa más natural, la clasificación de los magistrados del
Tribunal Constitucional en dos grupos: “conservadores
y progresistas”; es decir, se presupone que los magistrados están alineados
con algún partido político, con una parte del poder legislativo.
Finalizaremos el post indicando
que, aunque en la ideología de los constitucionalistas demócratas figura la
doctrina de la separación de poderes, la práctica –o tecnología[9]- del
Gobierno trabaja por su involucración –“Montesquieu
ha muerto”-, puesto que parte de los magistrados del Consejo General del
Poder Judicial y de los vocales del Tribunal Constitucional son nombrados por
iniciativa del Gobierno, es decir, por los partidos políticos. En cualquier
caso, una separación efectiva de las instituciones que detentan los poderes
característicos del Estado tampoco garantizaría en primer lugar, la corrección
de los supuestos déficits de la democracia en este terreno; ni tampoco, en
segundo lugar, la armonía o la eutaxia[10]
del Estado de derecho que sugiere la Constitución una vez cerrada mediante sus
leyes orgánicas. Respecto al primer caso, incluso separados los órganos
mediante elecciones directas en cada uno de ellos, el conflicto entre los
poderes podría surgir de un modo aún más violento que si se mantenían
intersecciones entre los órganos respectivos –puesto que cada uno de los poderes podría asumir planes no ya sólo que
chocasen con los otros poderes, sino también con la propia Constitución-.
Mientras que respecto al segundo caso, en cualquier momento, el sistema podría
ser abierto por alguno de sus órganos potestativos y ello sin contar con otros
órganos del Estado –como podrían ser el
ejército, los sindicatos… por no decir la Iglesia, aunque no directamente, sí a
través de sus fieles convertidos en electores-. La Constitución,
tecnológicamente cerrada, y aun fundada teóricamente en la soberanía del
pueblo, no garantiza por sí misma la eutaxia del Estado; a lo sumo, es el “curso eutáxico” del Estado el que
garantiza la Constitución.
En conclusión, de acuerdo con
Gustavo Bueno, en la medida en la cual la doctrina constitucional sobre la
democracia –separación de poderes, Estado
de derecho…- no ve con claridad estas conexiones, pero las presenta como
piezas esenciales de su sistema axiomático[11],
“…hay que decir que la doctrina
constitucional del Estado de derecho no es otra cosa sino una construcción
lógicamente perversa, o si se quiere corrompida, en las propias conexiones
lógicas entre sus partes. Y esto sin perjuicio de que una tal corrupción
ideológica –nematológica[12]- no
sea percibida como un delito.” El
fundamentalismo democrático.
Próximo post: La doctrina del Estado de derecho.
Montesquieu ha muerto. Parte IV.
[1]
Fundamentaciones que invocan la dominación de unos pueblos o de unas clases
sociales sobre otras.
[2] Se trata
de un error en el conocimiento de las
relaciones que fundamentan el concepto de Estado de derecho.
[3]
En matemáticas,
una relación reflexiva o refleja es una relación binaria R sobre un conjunto
A, de manera que todo elemento de A está relacionado consigo
mismo.
[4] La petición de principio -del latín petitio
principii, "suponiendo el punto inicial"- es una falacia que ocurre cuando la proposición por ser probada se
incluye implícita o explícitamente entre las premisas. Como concepto en la lógica, la primera definición de esta falacia conocida en
Occidente fue acuñada por el filósofo griego Aristóteles en su obra: Primeros
analíticos. Por ejemplo: Un interlocutor intenta probar que Descartes dice la verdad:
Primera
premisa:-Supongamos
que Descartes no miente cuando habla.
Segunda premisa: -Descartes está hablando.
Conclusión:-Por lo tanto, Descartes está
diciendo la verdad.
Todas estas formas de argumentar no son lógicas, no
prueban algo, y por tanto son sofismas o pseudorrazonamientos. El problema aquí
es que el interlocutor, buscando probar la veracidad de Descartes, le pide a su
audiencia que asuma que Descartes dice la verdad, de modo que lo que termina "probando" es que "si Descartes no miente, entonces dice
la verdad".
[5]
Modo de juzgar u obrar que adopta
una postura intermedia, en vez de seguir soluciones extremas o bien definidas.
[6] Carl Schmitt –Plettenberg, Prusia, Imperio alemán; 11 de julio de 1888 – ibídem, 7 de abril de 1985- fue un
juspublicista y filósofo jurídico alemán, adscrito a la escuela
del llamado realismo político, lo mismo que a la teoría del orden jurídico. Escribió
centrado en el conflicto social como
objeto de estudio de la ciencia política, y más concretamente la guerra. Su obra atraviesa los avatares políticos de su país
y de Europa a lo largo del siglo XX. Schmitt afirma en su obra Catolicismo y forma política: “La imagen que tenga de Dios una sociedad
suele ir aparejada a una determinada forma política; por eso la noción de un
Dios personal lleva aparejada una forma política personal, esto es,
representativa”. De este modo, la imagen de Dios es un contenido
nematológico de esas sociedades que utilizan tecnológicamente la forma
representativa, como es el caso, especialmente de las sociedades democráticas. Carl
Schmitt distinguía dos principios del Estado de derecho, uno de distribución –autoridad limitada frente al Estado- y
otro de organización –el que establece la
separación de los tres poderes-.
[7]
En este contexto no vamos a explicar el principio Leibniziano – G.W Leibniz fue un importante matemático,
lógico y filósofo racionalista alemán- de la armonía preestablecida en toda
su amplitud, aunque evidentemente está relacionado con lo que comenta el autor,
simplemente nos ajustaremos superficialmente al contexto, mayormente por no
alargar la nota excesivamente. Aquí Gustavo Bueno se refiere a que, es
necesaria y de hecho, se da la conexión
entre los órganos potestativos, en cambio –cuestión
que critica irónicamente- si
defendemos una postura de independencia absoluta entre ellos, el único modo de conexión es admitiendo una
suerte de armonía preestablecida, es decir, que las relaciones entre ellas y el
curso de los acontecimientos que de ahí se derivan ya están establecidos
armónicamente con anterioridad a su constitución efectiva, reduciéndose a una
cuestión formal o ideal. O lo que es lo mismo, es una cuestión metafísica, y al
hilo del principio de Leibniz, quién establece esa armonía o conexión es Dios
en el mismo momento de la creación.
[8] El derecho positivo es el conjunto de normas
jurídicas escritas por una soberanía,
esto es, toda la creación jurídica del órgano estatal que ejerza la función legislativa.
El derecho positivo puede ser de aplicación vigente o no vigente, dependiendo
si la norma rige para una población determinada, o la norma ya ha sido derogada
por la promulgación de una posterior. No sólo se considera derecho positivo a
la Ley, sino
además a toda norma jurídica que se encuentre escrita -decretos, acuerdos, reglamentos…- El concepto de derecho positivo
está basado en el iuspositivismo, corriente filosófico-jurídica
que considera que el único derecho válido es el que ha sido creado por el ser humano. El
hombre ha creado el Estado
y en él ha constituido los poderes en los que se manifestará la soberanía;
el poder legislativo
es quien originariamente crea el derecho, mediante las leyes.
[9] Se
refiere al momento tecnológico, esto es, al despliegue de todos aquellos
mecanismos prácticos y efectivos para desarrollar la democracia, así como todos
sus elementos.
[10] El
significado de este término ya lo hemos subrayado en notas a pie de página de
entradas anteriores, no obstante volvemos a señalar su significado. La Eutaxia
es “el buen ordenamiento de una sociedad
política”, entendiendo esta bondad, ante todo, como la capacidad de su
perduración o sostenibilidad, independientemente de la valoración moral, ética,
estética o tecnológica que esa sociedad merezca. Por ejemplo, una monarquía o
aristocracia –en el sentido aristotélico-
puede ser más eutáxica que una democracia.
[11] En este
caso se refiere a un sistema de principios fundamentales e
indemostrables sobre los que se construye una teoría.
[12]
Término frecuentemente
utilizado por Gustavo Bueno, aparecido anteriormente en numerosos post y que aquí
volvemos a definir: la nematología es la actividad proposicional,
doctrinal etc…que los diferentes sistemas o “nebulosas de creencias” más
o menos compactas de una sociedad se ven obligados a desarrollar por el simple
hecho de tener que coexistir en un marco social y cultural común. La expresión
significa literalmente “hilo de una trama”. Una nematología puede ir
asociada a una ideología, teología, filosofía determinadas pero no confundirse
con ellas, principalmente con una ideología, puesto que la ideología, según la
acepción introducida por Marx, es un complejo de ideas socialmente arraigadas
que expresan los intereses y estrategias de un grupo social en cuanto
enfrentado a otros grupos, mientras que la nematología no incluye este
componente de enfrentamiento, ahora bien, tampoco lo excluye. Esto es, la
nematología abarca un significado más amplio, incluyendo la ideología pero no
se identifica exclusivamente con ella.
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